-Me aburro- dijo ella, quitando los lentes de la mesa.
-Una mano, un ojo, un diente, susurró el viejo, arrellanado en el sillón, los dedos cubriendo los párpados.
-¿Llegarán? Siempre tan atentas...
-Quizá...
-Quizá nada. No debiste invitarlas.
Permaneció sentado. Un ojo, una mano, un diente, canturreó.
-No la invité. Llegó... y deja de hablar en plural. Me asustas.
-Eres viejo, así debe ser. Sabes que llegarán. Sabes quienes son. Tú las hiciste venir, aquel día, en la encrucijada.
-Ya no eres una niña.
-En todo caso, deberé seguirte. El colmo sería que debieras seguirme tú, como siguen los ciegos al bastón.
-Calla. Con ellas nunca se sabe.
-Ellas...
-Da igual, una o tres, mientras no las llames por su nombre. Se ofenden.
-De un modo u otro, habrá visitas.Prepararé el té.
Un golpeteo tímido, constante, lo hizo levantarse. Ella cayó, de rodillas. Su voz recobró el espanto.
-Son ellas. No abras, papá... nunca debiste...
-¿Nunca debí qué? ¿Matarlo porque no me cedía el paso? ¿Ir a su encuentro?
-Todavía podemos...
-Es tarde.
Se levantó, caminó hasta la puerta, el rostro descubierto.
-¿Qué puede pasar, querida, cuando se vayan? ¿Que deba morir? ¿Que me envíen al exilio? ¿Que ella muera y yo deba arrancarme los ojos?
Edipo calló. Abrió la puerta.
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