II
¡Ah, el crepúsculo, el anochecer, el encenderse las luces en las grandes ciudades
y la mano de misterio que apaga el bullicio,
y el cansancio de todo lo que en nosotros nos corrompe
para una sensación exacta y precisa y activa de la Vida!
Cada calle es el canal de una Venecia de tedios
y qué misterioso el fondo único de todas las calles,
de las calles al anochecer, ¡oh, Césario Verde, oh, Maestro,
oh, del Sentimiento de un occidental!
¡Qué inquietud profunda, qué deseo de otras cosas
que ni son países, ni momentos, ni vidas,
qué deseo tal vez de otros modos de estados de alma
humedece interiormente el instante lento y lejano!
Un horror sonámbulo entre luces que se encienden,
un pavor tierno y líquido, incrustado en las esquinas
como un mendigo de sensaciones imposibles
que no sabe quién le pueda dar...
Cuando muera,
cuando me vaya sin nobleza, como todos,
por aquel camino cuya idea no podemos confrontar,
por aquella puerta a la que, de poder asomarnos, no nos asomaríamos
para aquel puerto que el capitán del Navío no conoce,
sea en esta hora digna de los tedios que tuve,
en esta hora mística y espiritual y antiquísima,
en esta hora en que tal vez, hace mucho más tiempo del que parece,
Platón en sueños vio la idea de Dios
esculpir cuerpo y existencia nítidamente plausibles
dentro de su pensamiento hecho exterior como un campo.
Sea en esta hora que me llevéis a enterrar,
en esta hora que no sé cómo vivir,
en que no sé qué sensaciones tener o fingir que tengo,
en esta hora cuya misericordia es torturada y excesiva,
cuyas sombras vienen de cualquier cosa que no son las cosas,
cuyo paso no roza sus vestidos en el suelo de la Vida Sensible
ni deja su perfume en los caminos del Mirar.
Cruza las manos sobre la rodilla, oh compañera que no tengo ni quiero tener.
Cruza las manos sobre la rodilla y mírame en silencio
en esta hora en que no puedo ver que tú me miras,
mírame en silencio y en secreto y pregúntate a ti misma
-Tú, que me conoces- quién soy yo...
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