Está sentada, e impotente, tiende los brazos hacia un fruto al que no puede acceder. Y sin embargo tiene alas. Ya nada es cierto.
Walter Benjamin
Desde hace tiempo es común escuchar llamados institucionales a "la cultura", entrecomillado que agrupa a expresiones tan diversas como las velas decorativas y los festivales internacionales de arte, como solución difusa ante un panorama oscuro e inquietante. Entre quienes enarbolan la consigna encontramos tanto a los creadores, promotores, maestros e investigadores comprometidos, como a los idealistas siempre extraviados que no tienen mucha idea de nada pero al menos hacen un esfuerzo merecedor de cierta gracia. Por último, están los infaltables que aprovechan toda oportunidad para hacerse presentes mediante una sentida y multitudinaria queja (representada por los pulgares arriba recibidos en Facebook o el número de cabezas que tediosamente asienten en la mesa del café), a fin de asegurar quincena o beca o publicación, lo que ocurra primero.
Pareciera que, de algún modo, la comunidad artística y cultural mexicana recorre un laberinto configurado por su propia historia. La tan ansiada democratización del sistema llegó, pero no cumplió con las expectativas. A casi dos sexenios de la alternancia, habitamos el limbo. Un limbo que cada quien lee según la promesa que le resulte más favorable: para algunos, la depresión económica y la violencia ejercida por el crimen organizado son sólo los síntomas del parto de la prosperidad por nacer; para otros, se trata del infierno donde pagamos el haber desoído al redentor impoluto, honesto y valiente que, si aprovechamos la próxima elección, nos regresará a una perdida Edad de oro y viviremos, por decreto, en una República Amorosa llena de paz y felicidad bajo subsidio. Religiosos a fin de cuentas, nos gustan los mitos. Nos gusta todo aquello que nos salve de mirar al abismo y descubrir, en el fondo, nuestro propio rostro.
La violencia no es ajena a la poesía. Quedan en mi memoria duros y majestuosos versos leídos en la infancia. Jamás olvidaré el cadáver de Héctor arrastrado por los caballos, o a los griegos devorados por el cíclope. Pareciera que la poesía nace en la muerte. Quizá no nos equivocamos: el origen de la literatura está en la poesía épica. Es bien sabida la etimología de la palabra tragedia: la tragedia es el canto de la cabra, el refinamiento sutil de los rituales de sacrificio en honor a Dionisos, el dios de la noche y la embriaguez cuyas seguidoras destazan a Orfeo. De la épica a la tragedia media sólo un paso, el que va del héroe a la víctima. Cuestión de tiempo: bastan sólo unos siglos para que el héroe, como el Odín de los germánicos, se ofrezca a sí mismo y cumpla un destino que lo condenó mucho antes de cometer su falta.
En el origen del cristianismo encontramos algo semejante. Un carpintero salva al mundo al morir en un instrumento de tortura infamante. Cumple cabalmente el destino que le ha sido encomendado desde la caída del hombre y, si hemos de creer en la Providencia, desde lo intemporal. Está condenado, pero no es culpable: la rebelión no es causa de su muerte, pues no se rebela. El sentido trágico cambia: la humanidad presente en Dios muere en la cruz y sólo queda su divinidad. Nos salva de la muerte, pero al costo de volvernos ajenos al mundo, de fracturarnos.
Con los siglos, terminamos por buscar en la posesión de la obra de arte el sosiego para una vida concebida desde el acabamiento: la burguesía hace de lo primigenio su pasatiempo, su receta ideal para extender la sobremesa o combatir el insomnio. Olvidamos que el arte es, en última instancia, lenguaje en su estado más puro. Y el lenguaje es, en sí mismo, violento. Todos hablamos, incluso en el silencio o la ausencia, pero la palabra contradice a la naturaleza. Es en la palabra donde construimos al mundo, donde tomamos distancia de lo natural y lo configuramos para habitarlo. El lenguaje es agonía: es lucha continua que pone en juego a quien habla, lo coloca en entredicho y lo arriesga a la caída más angustiosa; sin embargo, se trata de un juego que hace mucho se despojó de todo atisbo de mortalidad. Si con San Pablo Dios se despoja de humanidad, con Nietzsche los humanos nos despojaremos de la divinidad. Dios ha muerto, los dioses se han marchado. Quedamos nosotros. Y, frente a nosotros, el abismo. Escribe Pascal Quignard:
Nada está crudo en el lenguaje, lenguaje demasiado cercano a la cocción, todo lo que se dice está cocido, lenguaje que siempre nos llega demasiado tarde, prehistoria, arcaísmo de la música en nosotros. El oído precedió a la voz durante meses, los balbuceos, el canturreo, el grito y la voz llegan meses y estaciones antes que la lengua articulada y más o menos con sentido.
¿Tiene sentido hacer poesía en medio del desamparo? La respuesta inmediata es que no. La poesía no sirve para nada. Leer a Homero no hará de mí un hombre virtuoso, al menos en el sentido moral del término. Tampoco es muy redituable, por donde se mire, ni conseguirá que mañana la cifra de muertos se reduzca. Habitamos en la penuria, hemos olvidado de dónde procedemos. Nos hemos alejado de la historia a la vez que permanecemos absortos frente al abismo. De todos los seres, como dice Dante, sólo a nosotros nos fue concedida el habla. Y, también, sólo a nosotros nos fue concedido el exilio que nos coloca fuera de toda protección divina. Somos conscientes de nuestro desamparo, de nuestra mortalidad. Discurrimos interminablemente en círculos sobre nuestra muerte, que es lo mismo que decir que discurrimos sobre el tiempo vivido. Caídos en la historia, poetizamos.
Hablar es hacer manifiesto un horizonte, por decirlo en términos heideggerianos. Es instaurar al mundo y darle historia. No olvidemos que los primeros relatos históricos son poemas. La historia es, esencialmente, una poética. Desde aquel mítico rey de Uruk que busca infructuosamente la inmortalidad, no hemos abandonado la poesía; o, mejor dicho, es la poesía quien no nos abandona. Se ha vuelto lugar común citar a Adorno y su pregunta por la poesía después de Auschwitz. Celan responde, con su "tímida rima alemana" que precede al suicidio: nos responde su dolor, su angustia, su memoria desgarrada. Pero el clamor no queda en el vacío: es escuchado, hay esperanza. No olvidemos la incisiva nota de Octavio Paz en El arco y la lira: "el mundo del hombre es el mundo del sentido. Tolera la ambigüedad, la contradicción, la locura o el embrollo, no la carencia de sentido".
Escribir es dialogar. Es poner en juego la verdad. Todo arte es poesía, en última instancia. Toda palabra está cargada: quien habla, lo hace desde donde está, desde el presente y la tradición hacia la expectativa del proyecto. El lenguaje no es ni medio ni herramienta, sino manifestación del ser en el mundo, apertura y poetización. Poetizar significa hacer mundo, hacerse presente en el mundo, establecer un diálogo con los antepasados y, aún más importante, con aquellos a quienes precedemos en el tiempo. Es, simultáneamente, memoria y esperanza. Balbuceo, palabra y silencio.
1 comentario:
Hemos de atrevernos a considerar que los únicos inútiles hallan sido sus lectores.
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