22 de noviembre de 2010

El guardador de rebaños, IV

Esta tarde cayó la tormenta
bajó por las laderas del cielo
como un pedruzco enorme...
como si alguien, desde una ventana alta
sacudiese un mantel,
y las migajas, al caer juntas,
hiciesen barullo en su caída,
la lluvia chilló desde el cielo
y oscureció los caminos...
Cuando los relámpagos sacudían el aire
y agitaban el espacio
como una gran cabeza que se niega,
no sé por qué -no tenía miedo-
me puse a rezarle a Santa Bárbara
como si fuese la vieja tía de alguien...
¡Ah!, es que rezándole a Santa Bárbara
me sentía aún más simple
de lo que pienso que soy...
me sentía familiar y casero,
y habiendo pasado la vida
tranquilamente, como el muro del patio,
teniendo ideas y sentimientos sólo por tenerlos
como una flor tiene perfume y color...
Me sentía como alguien que pudiese creer en Santa Bárbara.
¡Ah, poder creer en Santa Bárbara!
(Quien cree que existe Santa Bárbara,
¿pensará que ella es persona visible,
o qué pensará de ella?)
(¡Qué artificio! ¿Qué saben
las flores, los árboles, los rebaños,
sobre santa Bárbara?... La rama de un árbol,
si pensase, nunca podría
construir santos, ni ángeles...
Podría creer que el Sol
es Dios, y que la tormenta
es una multitud
enojada sobre nuestras cabezas...
¡Ah, cómo los hombres más simples
son enfermos y confusos y estúpidos
al margen de la clara simplicidad
y salud en existir
de árboles y plantas!)
Y yo, pensando en todo esto,
quedé otra vez menos feliz...
Quedé sombrío y enfermo y taciturno
como un día en que la tormenta amenaza siempre
y ni con la noche llega...

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