18 de enero de 2010

Ciudad de cristal

(Paul Auster, Ciudad de cristal, primera parte de la Trilogía de Nueva York; Anagrama, Barcelona, 1997).
Es de noche y una llamada inoportuna anuncia las primeras fisuras de una realidad cuya estabilidad se mostrará cada vez más frágil. Del otro lado del teléfono, una voz tensa pregunta por el detective privado Paul Auster. Quien contesta, sin embargo, es un poeta venido a menos que ahora se dedica, bajo el seudónimo ""William Wilson" (como el desdoblado personaje de Poe, atormentado por un continuo "susurro apenas perceptible"), a escribir novelas bastante predecibles sobre un duro detective llamado Max Work. Daniel Quinn, pues tal es su verdadero nombre, se decide casi por inercia a aceptar la confusión y se ve convertido, de pronto, en Auster. Así comienza Ciudad de cristal, primera parte de la Trilogía de Nueva York, obra densa en su particularidad y conjunto, espacio de múltiples dialogismos filosóficos y literarios, preguntas y pavores.
Pero en poco tiempo descubrimos que hay algo más dentro de este todavía acostumbrado inicio de novela policial. El trabajo ofrecido a Quinn es, en apariencia, bastante simple: debe evitar que Peter Stillam (Still-man, y aquí es necesario, como ocurre una y otra vez, atender al juego de palabras), "una combinación de místico y lingüista demente", según Pascal Bruckner, asesine a su hijo, a quien mantuvo encerrado durante nueve años con objeto de hacerle vislumbrar la lengua con que Adán dio nombre al mundo, la lengua en su condición previa a esa segunda caída figurada por la confusión y el derrumbe de Babel. Pronto nuestra certeza, nuestra anticipación, se ve conmovida y somos arrojados a una novela de horror metafísico: la búsqueda de un hombre se convierte en un entredicho del lenguaje, la escritura y la presencia.
Dice Dante, en su Tratado de la lengua vulgar: "De todas las cosas que nos son comunes, sólo al hombre se le concedió hablar; porque sólo él necesitó del lenguaje. No fue necesario el hablar ni a los ángeles, ni a los animales inferiores". Sólo al hombre, según leemos, lejos de la gracia divina, le fue dada la posibilidad del decir. Un decir que es un desvelar, por supuesto, pero no debemos olvidar que también puede ser un ocultar. De esto la tradición da cuenta suficiente, baste recordar que la caída principia con la mentira de la serpiente y sigue en la mentira de Adán y Eva que, escondidos, niegan haber incurrido en la transgresión. Algo que Auster-Quinn no ignora, portador él mismo de varios nombres. Quizá de aquí su necesidad por llevar un registro, anunciado ya en la lectura casi inicial de un fragmento del Marco Polo (quien, por cierto, también habla en voz de un otro, Rusticello) y realizado en la adquisición de un cuaderno rojo en apariencia insignificante, al final del cual sólo podemos asegurar la precaria condición de ese artificio al que gustosamente llamamos "ser". La esperada premisa del relato policial queda superada en apenas unas páginas y una y otra vez entramos en un yermo delirio que trasciende las alegorías de Chesterton, Lull y Bruno.
Y es así como en la búsqueda de la lengua perfecta y su utopía nos topamos con un angustioso juego de espejos entre la Palabra (escrita así, con mayúsculas) y el silencio, entre voces y nombres que nos recuerdan la arbitrariedad del yo frente al otro suplantado:el desdoblamiento atroz de Stillman, los rostros de Quinn, el encuentro con el verdadero Auster, novelista dentro del relato escrito por un tercero, y su teoría sobre la verdadera identidad del Cide Hamete Benengeli, tan autor del Quijote como Cervantes o Pierre Menard. Al final Quinn, que ha sido tantos, puede decir, como Ulises, como Joseph Cartaphilus, que su nombre ahora es Nadie, y que lo único que queda de él, mientras se espera el olvido, son las palabras escritas en el cuaderno rojo.

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