10 de octubre de 2009

Comer, coger...

Cuentan que Enrique VIII tenía un gusto particular por la buena mesa y sus maneras: después de cenar copiosamente, arrojaba sobre la misma a la esposa en turno (aún no descabezada, por supuesto) y la devoraba de otros modos.

Comer y coger son dos tópicos bien definidos. Tales son los títulos de un par de novelas escritas por un personaje de Fonseca, para quien la comida, el sexo y el humo guardan una relación indisoluble. Hay en la apetencia un sentido de autodestrucción que apela a la conservación: matamos para estar vivos; padecemos la pequeña muerte para eternizarnos. Una dialéctica extraña y, sin embargo, usual. Cotidiana.
Ahora bien, no olvidemos que somos el único animal con vocación suicida. Ni leminos (tal es el nombre correcto en nuestra lengua) ni ñus se suicidan en realidad. Sólo cumplen ciclos migratorios con numerosas bajas en sus tropas: son víctimas de la costumbre. Imposible negar que en eso nos parecemos más de lo conveniente.

Anoréxicos y bulímicos buscan su muerte. Basta de intentar salvarlos; por mí, entre más pronto acaben con sus vidas, mejor. Hay poca agua, y es lo único que el anoréxico consume, aparte del aire y los nervios de quienes lo rodean. Caso distinto el del bulímico: consume recursos que no le son necesarios, lo cual vuelve su procedimiento mucho más repulsivo. La agravante aquí es el asco.

Ambos son al comer lo que los monjes al coger. Arrastrados por una culpa atávica, se vuelven contra aquello que los tortura en el deseo. Y están también los orteréxicos, los maniáticos por la limpieza del comer, del coger. La suya es una sociedad que se muere, literalmente, por volverse aséptica: comer lo más sanamente posible, sin causar más daño del necesario. No parecen recordar que también tenemos colmillos, y que nuestro apéndice sólo sirve para que nuestro gastroenterólogo cobre una cirugía urgente en caso de inflamación.


Gastronomía y erotismo son, en todo caso, la poetización de dos elementos fundamentales para la supervivencia de la especie: reproducción y nutrición. La nuestra es una civilización tan decadente que demoniza (o canoniza) la boca: las putas no besan en los labios. Quien come debe mantenerse alerta a cuanto pase por su garganta. Y la palabra también sufre. Lo que entra y lo que sale debe ser saludable, debe estar libre de toda mancha o imperfección.

Comer y fumar: nos han prohibido el humo, que es un procedimiento semejante, una apelación directa al sentido del gusto, aquel que permitía a nuestros ancestros el determinar qué plantas podían tesultar tóxicas o alimenticias. En vez de puros, nutricios y densos, la astrosa grey se inclina por cigarrillos suaves, sin sabor alguno, que prometen no hacer daño: el fumador de cigarrillos es un bulímico del humo: no retiene, simplemente consume y expulsa sin tardanza. O, peor aún, inhala un vapor saborizado, helado y repugnante. Se priva de algo propiamente humano. El hombre juega, ríe, fabrica. Todavía no sé si merece el apelativo de sapiens. Pero también fuma. Baste recordar que, durante siglos, nos dice Davenport, la reglamentaria calavera del memento mori pictórico fue sustituida por la menos hostil e igualmente inquietante imagen de una pipa.

De un modo u otro, pareciera que hemos abandonado uno de los pocos sentidos de este absurdo al que llamamos vida: la sacra esfera del vicio.

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