27 de agosto de 2010

Breves diálogos que nunca conocerán el papel I

-Me aburro- dijo ella, quitando los lentes de la mesa.

-Una mano, un ojo, un diente, susurró el viejo, arrellanado en el sillón, los dedos cubriendo los párpados.

-¿Llegarán? Siempre tan atentas...

-Quizá...

-Quizá nada. No debiste invitarlas.

Permaneció sentado. Un ojo, una mano, un diente, canturreó.

-No la invité. Llegó... y deja de hablar en plural. Me asustas.

-Eres viejo, así debe ser. Sabes que llegarán. Sabes quienes son. Tú las hiciste venir, aquel día, en la encrucijada.

-Ya no eres una niña.

-En todo caso, deberé seguirte. El colmo sería que debieras seguirme tú, como siguen los ciegos al bastón.

-Calla. Con ellas nunca se sabe.

-Ellas...

-Da igual, una o tres, mientras no las llames por su nombre. Se ofenden.

-De un modo u otro, habrá visitas.Prepararé el té.

Un golpeteo tímido, constante, lo hizo levantarse. Ella cayó, de rodillas. Su voz recobró el espanto.

-Son ellas. No abras, papá... nunca debiste...

-¿Nunca debí qué? ¿Matarlo porque no me cedía el paso? ¿Ir a su encuentro?

-Todavía podemos...

-Es tarde.

Se levantó, caminó hasta la puerta, el rostro descubierto.

-¿Qué puede pasar, querida, cuando se vayan? ¿Que deba morir? ¿Que me envíen al exilio? ¿Que ella muera y yo deba arrancarme los ojos?

Edipo calló. Abrió la puerta.

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