31 de enero de 2010

Objetos sobre una mesa

Guy Davenport, Objetos sobre una mesa, Turner, FCE, Madrid, 2002.
Este libro, que llegó a mis manos poco después de la muerte de Davenport, recoge los ensayos correspondientes al ciclo de conferencias Alexander, dictado en 1982 en la Universidad de Toronto. A lo largo de las cuatro lecturas que lo componen (Una canasta de fruta madura, La cabeza como destino, Manzanas y peras, Luz metafísica en Turín), acudimos una y otra vez, en un mirar que es desvelamiento, a las afinidades y desencuentros que constituyen el entramado significativo de la obra de arte, ese "desorden armonioso" que no cesa de recordarnos el "razonado desarreglo de todos los sentidos" invocado por Rimbaud.
Ahora bien, Davenport lanza desde un principio la advertencia a quien busque en estas páginas cualquier precepto estético: cada ensayo está concebido como "un desorden de percepciones y conjunciones, donde la imposibilidad de la armonía contiende con la promesa de coherencia que hay en los títulos". Aquí, como en los tratados renacentistas, lo importante es el mirar en profundidad, una perceptiva desde la cual pueden ser explorados, sin pretensión de agotamiento, múltiples registros: la pintura, la fotografía, la filosofía, el devocionario, el pasquín, la narrativa, la poesía, donde lo mismo topamos con Cézanne que con el profeta bíblico Amós, Milton, Daguérre, Holmes o el Guernica. Páginas desordenadas, brillantes, juguetonas. Gaya ciencia.
El cansino ejercicio de la naturaleza muerta, que bien visto es tan sólo la representación de un conjunto de objetos, es la constante del viaje. Nuestro muy familiar bodegón, la "vida detenida" de ingleses y holandeses (still-life, stilleven), monumento sacramental convertido en ornamento del seguro comedor burgués. Pero en estas imágenes familiares, muchas veces desastrosas, hay todavía más de lo que parece. En su génesis está la consagración del espacio, la liturgia por la cual las cosas devienen símbolo y el simple habitar se torna en un dejar vestigios. Valga esto para las mesas, las habitaciones, las ciudades, las visiones, las casas, los cuerpos.
Cada estación del recorrido es a la vez un término y un punto de fuga, que nos permite ir de una canasta de fruta y un almuerzo familiar al ocaso de Nietzsche y la estrepitosa caída de la Casa Usher, del olvido de los dioses a la evocación de peras y manzanas, de la fractura a la reconciliación.

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